13 de enero de 2009

Las condiciones de un universalismo que acoja la diversidad

Por: Alain Renaut

Publicado bajo convenio con la revista Sens Public[1]


¿Cómo conciliar la universalidad de los derechos humanos con la diversidad de culturas, religiones, etnias y otras particularidades de los seres humanos?

Este ensayo, necesariamente culto, propone una respuesta novedosa y de especial interés para Colombia.
Un amplio debate sobre el universalismo ha resurgido en el seno de la filosofía contemporánea. Desde el punto de vista historicista y relativista que dominó la década de los 60, especialmente en Francia, la crítica de la metafísica fue percibida como la exigencia de someter a análisis genealógico[2] la ilusión de que pudieran existir valores o principios universales. Lo que estaba en juego en tal sospecha se revela, de forma retrospectiva, de una importancia considerable.

Por una parte, este tipo de análisis genealógico tenía como horizonte el cuestionamiento de la idea de humanidad entendida como intersubjetividad. En efecto, en dicha perspectiva, la discusión sobre cómo enunciar normas susceptibles de ser compartidas por todos, aparece no como un libre debate entre sujetos responsables de lo que están proponiendo, sino como una sublimación de las relaciones de poder en las cuales los unos imponen a los otros como valores o referencias universales lo que no es más que la expresión de sus perspectivas particulares.
Por otra parte, el historicismo relativista, que lleva consigo la práctica del análisis genealógico, conducía al cuestionamiento del postulado de una unidad constitutiva de la humanidad, percibida ésta como una ilusión metafísica. Si, en efecto, para dar fin a dicha ilusión de universalismo que caracterizó el discurso de los Ilustrados, se contextualizan históricamente todos los contenidos del pensamiento, es necesario entonces convenir que existe una ruptura radical entre las épocas o las figuras del pensamiento: en dichas condiciones, si la ruptura (por ejemplo la que separa los Antiguos de los Modernos) está marcada por la evolución histórica, ¿cómo considerar que se puede dar un sentido duradero a la idea de unidad del género humano?

En vista de lo que está en juego en dichos ataques contra el universalismo, es preciso no ceder con mucha facilidad a los argumentos aportados. Dos observaciones se imponen en una reflexión prudente y ponderada.

En primer lugar es necesario relativizar lo novedoso del debate: las críticas del universalismo son en realidad un tópico común en la filosofía de los últimos dos siglos. Estas nacieron al menos a finales del siglo XVIII en el momento de la “disputa del panteísmo” tal como se extendió a través del pensamiento contrarrevolucionario alemán bajo la forma de una crítica severa del humanismo abstracto inherente a la Declaración de los Derechos Humanos. Lo que germinó a través de dicha disputa se desplegó plenamente con el romanticismo y, posteriormente, el cuestionamiento del universalismo se extendió y radicalizó en la filosofía con Nietzsche y Heidegger.

Es conveniente observar, en segundo lugar, las ambigüedades que encierran estas denuncias del universalismo. Si el objetivo es criticar el dogmatismo moral (desde el Terror jacobino hasta las figuras más discretas del control social) tal empresa es sin duda loable. Sin embargo, ¿implicaría esto que se renuncie pura y simplemente a una exigencia de comunicación, si aceptamos a priori que nadie está excluido?, ¿cómo podría prescindirse de toda referencia a un universal? Más aún, si en este caso se tratara de acabar realmente con la idea de universalidad, con la idea de que en derecho, sino en hecho, una comunicación puede establecerse entre todos los humanos sobre ciertos valores principales, sería también necesario convenir que se debe renunciar a toda referencia a los derechos de la humanidad (los que implican, claro está, el establecer que existen normas de alcance universal): toda la cuestión reside entonces en saber si el costo conllevado por la sospecha con que se aqueja al universalismo no se vuelve exorbitante.

En suma, lo que tomamos a menudo como una crisis contemporánea de lo universal, plantea problemas graves para nuestra cultura política: ¿hasta qué punto asumir estas consecuencias de una eventual destrucción de lo universal? Si quisiéramos examinar en toda su extensión este cuestionamiento del universalismo, cabría considerar con particular atención la dimensión de universalidad que, en el dispositivo del iusnaturalismo moderno, formaba parte integrante de la noción misma de derechos humanos. De hecho, la forma como tales derechos se deducían de una naturaleza establecida como perteneciente intrínsecamente a todo humano en tanto que es humano y definida en términos de racionalidad, puede parecer problemática con relación a dos tipos de exigencias del pensamiento contemporáneo.

La primera, que ya vimos, es la de la historicidad de todos los contenidos del pensamiento. En este caso, el nombre de Michel Foucault se impone para ilustrar este primer tipo de ataque, que consiste en detectar en todo ámbito los diversos desplazamientos y transformaciones padecidas históricamente por los conceptos de una época a otra. Pero si todo es histórico y por lo tanto discontinuo, el derecho, por ejemplo, no es sino un universal abstracto del cual sería necesario demostrar la falsa evidencia por vía del análisis genealógico. En ese caso, si el derecho se reduce a los sistemas jurídicos instituidos y a su variación, la referencia a los pretendidos derechos humanos aparece a su vez como un elemento de una experiencia jurídica positiva, que corresponde a la concepción clásica del derecho tal como lo tematiza la tradición del iusnaturalismo.

Esta primera crítica del universalismo jurídico se aumenta con una segunda que consiste en subrayar que el universalismo corresponde a una configuración del pensamiento no sólo caduca sino también peligrosa: pretenderse un principio universal, por ejemplo el de los derechos humanos, o, en ética, del imperativo categórico, sería imponer la dominación de valores, que, como todos los valores, son particulares y remiten a intereses particulares. Crítica desarrollada desde el joven Marx de La Cuestión Judía pero que tomó formas múltiples y a veces más problemáticas en ciertas discusiones contemporáneas sobre los derechos humanos como por ejemplo con Hannah Arendt.

¿Qué podemos pensar de esta doble crítica del universalismo? Los cuestionamientos del universalismo parecen tropezar en realidad, con dos tipos de dificultades: la primera remite a una aporía clásica del relativismo; la segunda se debe a los equívocos de lo que presupone regularmente la crítica del universalismo, es decir, la valorización de la diferencia como tal, digamos: un cierto diferencialismo.

En lo que concierne la crítica hecha por el relativismo, yo quisiera recordar simplemente que ella nos confronta con el problema de la evaluación de lo justo o injusto de las leyes positivas: entendidos como universales, los principios del humanismo jurídico podían pretender figurar criterios metapositivos respecto a los cuales se podría evaluar el derecho positivo. Si tal evaluación en la época en la que el universalismo está supuestamente en crisis no pudiese realizarse, ¿cuál sería la instancia con respecto a la cual la discusión de un régimen, por ejemplo, podría legitimarse? Aún si el contenido de un “universal” posible no nos parece ya tan fácilmente identificable como lo era en la época de la Ilustración, al menos la función que había cumplido gracias a su universalidad la idea del derecho natural (permitir la evaluación de las leyes y especialmente la crítica de las leyes injustas) debe ser preservada. A menos que se renuncie a todo cuestionamiento de lo que Léo Strauss llamó lo “Inaceptable”.

El examen de los equívocos del diferencialismo me parece confirman esta observación. Arendt proponía, por su lado, para escapar de las trampas del universalismo abstracto, reevaluar la temática de los derechos nacionales, desmontada por el universalismo de las declaraciones de los derechos humanos: si la inhumanidad más grande reina, nos decía ella, cuando “una persona se vuelve un ser humano en general” , “sin ciudadanía” y sin nada por lo cual “se identifica y se particulariza“, ¿cómo podría ésta restaurar su dignidad sin pasar por un nuevo arraigo en las tradiciones particulares de un pueblo que se reconcilia con su historia? La revalorización de los derechos nacionales y por extensión, de las tradiciones distintivas de una comunidad, no está sin embargo exenta de equívocos, al punto que se puede comprender con acentos bien distintos.

Dicha revalorización puede ser acentuada en el sentido de una insistencia sobre lo indisociable de los derechos humanos y de los derechos del ciudadano. En esa perspectiva, se trataría sobre todo de observar que es únicamente siendo miembro de una comunidad política particular y participando en la vida de ésta que los seres humanos ven su dignidad reconocida y preservada.

Los derechos humanos, es decir, los derechos del ciudadano: tal articulación, que parece efectivamente indispensable, se inscribiría entonces en lo que se puede tener como lo mejor de la tradición republicana, en la cual la insistencia sobre los derechos cívicos no está en ningún momento en contradicción con el universalismo del discurso de los derechos humanos.

El tema según el cual es como miembro de una comunidad que lo reconoce como tal que el individuo obtiene el respeto de su dignidad, puede ser sin embargo, resaltado de forma muy distinta. Es el caso cuando está destinado a hacer parte de un universalismo al cual se le reprocha su propensión a descuidar las particularidades inherentes a los diversos grupos de una misma sociedad e incluso a diferentes culturas de la humanidad. En nombre de la idea misma de diferencia, incluso en nombre de la idea de un derecho a la diferencia, se revaloriza en una comunidad humana los derechos heredados de un pasado propio - con la convicción de que hacer reaparecer en el seno de la idea abstracta de humanidad las diferencias entre las culturas o entre las tradiciones, es abrir de nuevo la perspectiva de una solidaridad entre los miembros de una misma comunidad definida por la herencia común.
Tal enfoque, característico del diferencialismo, puede ser fecundo. Es, en la época actual, seguramente ineludible, por su capacidad de contener el doble movimiento de mundialización homogeneizadora y de atomización individualista de lo social, que caracteriza el universo contemporáneo. Sin embargo, todo el problema consiste en determinar si una re-singularización diferenciadora de los grupos, que opone al universalismo formal de los derechos humanos el particularismo de valores específicos de ciertas culturas, sigue siendo compatible, y según qué condiciones, con nuestra idea del derecho y de la democracia.

Si, con la idea de un “derecho a la diferencia”, se trata únicamente de afirmar el derecho que tiene un grupo de cultivar libremente sus costumbres y de expresar libremente sus particularidades, ese derecho forma parte integrante de aquellos plasmados en la Declaración de Derechos Humanos de 1789 que proclama que son iguales para todos los seres humanos. La Declaración de 1789 estipula que “nadie debe ser molestado por razón de sus opiniones, ni aun por sus ideas religiosas, siempre que al manifestarlas no se causen trastornos del orden público establecido por la ley“. También hace de “la comunicación sin trabas de los pensamientos y opiniones” uno de “los más valiosos derechos del hombre“: a su manera, instaura en materia de opinión un verdadero derecho a la diferencia. En esa perspectiva, el derecho a la diferencia sería una profundización legítima de nuestra convicción moderna según la cual, puesto que todos los seres humanos son semejantes, ellos poseen el mismo derecho a cultivar aquello en lo que reconocen una parte de su identidad. En resumen, el espíritu de los derechos humanos incluye el derecho a la diferencia, es más, lo funda, y es justamente en nombre de los derechos humanos que podemos condenar, por ejemplo, una política racial tal que cuestione el derecho de una etnia a cultivar y expresar libremente las opiniones o valores que la definen: un derecho rigurosamente igual (tal es el sentido de la idea democrática) al de todas las otras etnias, es decir que “no tiene otros límites que los necesarios para garantizar a cualquier otro hombre el libre ejercicio de los mismos derechos” (art. 4). Sin tales límites en efecto, nos encaminaríamos hacia una idea del espacio público bien distinta de la que se inscribe bajo la idea de igualdad.

¿Justamente, no asistimos a tal desplazamiento en una cierta propensión a radicalizar el diferencialismo?
Lejos de hacer del derecho a la diferencia un simple aspecto de la igualdad de derechos, se hace entonces valer la diferencia contra el universalismo que negaría supuestamente las particularidades. En fin, si cuando nos referimos a un derecho a la diferencia se trata de considerar que toda diferencia como tal posee un valor absoluto y no debe sacrificarse a ninguna norma colectiva con vocación a permitir la vida común, el derecho a la diferencia entra entonces en contradicción con el espíritu mismo del universalismo moderno. Desplazamiento temible por el cual llegaríamos a encontrar intolerablemente represiva toda limitación impuesta a la afirmación de las singularidades, aunque fuera por consideración de los problemas que plantea por sí sola la necesidad de coexistencia de las individualidades.

Aparece hoy entonces superada una versión dogmática del universalismo: la que le resta un contenido determinado a la afirmación del universal como valor y excluye de la dimensión humana, en nombre de dicho contenido, toda diferencia que no se reduzca a este. Pero un diferencialismo que se vuelva igualmente dogmático en su absolutismo y su valorización de todas las diferencias, amenazaría con volver a una visión romántica de comunidades replegadas sobre sí mismas, incapaces de sobrepasar sus singularidades para entrar en comunicación unas con las otras. La ideología contemporánea de la diferencia, sin duda inscrita en un proceso de emancipación, se originó parcialmente en un movimiento antiimperialista que hizo valer, contra las pretensiones europeas de encarnar la humanidad, la irreductibilidad de todas las culturas: sería paradójico y lamentable que, a falta de un cuestionamiento sobre sí misma y sus propios límites, ésta se convirtiera en su contrario y se fragilizara así lo esencial de la idea democrática.

Para evitar tal inversión y el debilitamiento potencialmente peligroso que la acompañaría, me parece que la discusión (en pro o en contra) del universalismo se esclarecería notablemente si fuese posible considerar serenamente que hubo, entre los Modernos, tres ideas de humanidad filosóficamente argumentadas y que esas tres ideas son capaces de alimentar constelaciones intelectuales y políticas muy distintas:

1. La primera idea, cronológicamente y también, lo acabamos de ver, no me detengo demasiado, la más conocida, es la que encarna toda la tradición del derecho natural moderno y que corresponde a un primer humanismo centrado en la convicción según la cual la humanidad es una naturaleza o una esencia de la que se deduce el contenido como tal de los derechos humanos: humanismo esencialista que, desde Grotius o Pufendorf hasta Wolff, define la humanidad por la posesión, en el seno de la animalidad, de una naturaleza específica (por ejemplo la naturaleza que hace del hombre un animal razonable). De esta primera idea de humanidad, el horizonte es incontestablemente universalista pues implica que hay una sola naturaleza común a todos los hombres e idéntica en cada uno de ellos - pero es necesario admitir efectivamente que las implicaciones pueden ser temibles a través de la perspectiva de una tiranía del universal (el concepto de naturaleza humana pudiendo servir en cierta manera de lecho de Procusto para determinar los individuos o los grupos que no corresponden a este concepto como susceptibles de ser excluidos de la humanidad). Dicho esto, había dos maneras de romper con tal idea y sus implicaciones- dos maneras que corresponden a las otras dos ideas modernas de humanidad.

2. Una primera ruptura, generadora de otra idea de humanidad es la que consuma el romanticismo desde finales del siglo XVIII en Alemania y posteriormente en Francia e Inglaterra. Se opone aquí, a la perspectiva universalista inscrita en la primera idea, un horizonte completamente distinto que es el del diferencialismo cultural: hay en efecto, una naturaleza humana, pero una naturaleza originalmente diferenciada, todo hombre está inscrito por naturaleza en una humanidad particular según un modo de existencia determinado por maneras de pensar, de juzgar, de sentir, de actuar, propias de la comunidad cultural y lingüística a la cual pertenece, que son irreductibles a las de las otras comunidades. En dicha perspectiva, inversamente al modelo precedente, lo que se entiende como un grave factor de deshumanización y de alienación es, al contrario, la desnaturalización (en el sentido del proceso que destruye la inscripción en una naturaleza particular) - lo que los románticos interpretaron en términos de desarraigo y a lo que, según ellos, contribuyó la modernidad, sustrayendo al humano de sus vínculos naturales (comunitarios) por abstracción metódica de su inserción originaria en una humanidad particular. No iré más lejos en esta segunda idea de humanidad, solidaria de la crítica romántica del humanismo abstracto: punto de fuga del anti-humanismo contemporáneo, pues según toda evidencia, no podría alimentar la recomposición de una representación de la humanidad capaz de resistir a las objeciones “post-modernas” de las que he sugerido a menudo en qué sentido fragilizan la referencia a principios o valores como los derechos humanos. Para contrarrestar dichas objeciones me parece necesario visualizar que existe en realidad una tercera idea de humanidad, que escapa a la alternativa entre un humanismo naturalista (esencialista) y un anti-humanismo diferenciador de tipo romántico.

3. La tercera idea de humanidad, que es también el producto de un distanciamiento del humanismo naturalista o esencialista, queda sin embargo sobre el terreno del universalismo. En la tradición de lo que yo llamo los Ilustrados críticos, es decir de Rousseau, Kant y Fichte, en menor medida de Sartre, el ser humano es en efecto y ante todo el ser capaz de autonomía, por estar dotado de la facultad de pensar, de juzgar, de actuar por sí mismo. Tal capacidad de auto-nomía supone que dicho ser no sea definido por ningún tipo de naturaleza, ni por una naturaleza inmediata (sensible o intelectual) ni por una naturaleza normativa o ideal (que constituya un tipo de modelo que debería imitar, o leyes dadas previamente que debería aplicar). En dicha perspectiva, se trata más bien de considerar que, como lo escribe Fichte en el Fundamento del derecho Natural, “el hombre no es nada originariamente“: no es nada por naturaleza y es solamente por ilusión (una ilusión que lo deshumaniza o lo aliena) que puede creerse (o que podemos creerlo) definido o determinado por una naturaleza - ahí donde, de hecho, no es nada definible, lo que los Ilustrados expresan afirmando que los humanos “nacen libres e iguales“, es decir en especial sin determinación relativa a su pertenencia a un grupo culturalmente, sexualmente, socialmente o étnicamente determinado. Al contrario, no es sino deshumanizándose a sí mismo (aceptando el pensarse como un objeto, por medio de lo que Sartre llama la mala fe, y que define como el renunciamiento a la libertad como autonomía) o descubriéndose deshumanizado por los demás (o por una situación dada) que el hombre puede olvidar la nada (el vacío) que es, y erigir o sentirse obligado a erigir el principio de heteronomía en principio supremo - negando de esta manera (por mala fe o forzado) su propia facultad de pensar, de juzgar, de actuar por sí mismo: en fin, la deshumanización es naturalización, aceptación o imposición de una naturaleza.

En consecuencia, en ésta tercera óptica que es, claro está, la que yo finalmente defiendo, la liberación de la humanidad en el hombre (ya sea por él mismo o porque otros destruyen lo que lo deshumaniza) consistirá en desarraigar toda naturalización - desarraigo que, negando toda asignación que podría serle hecha de una naturaleza o de una determinación particular, le abre paso hacia la autonomía que es su destino o su vocación así como a la verdadera universalidad humana (que no es una universalidad plena en el sentido de compartir una esencia o una naturaleza, sino al contrario, una universalidad vacía).

Me bastará entonces, para esbozar a partir de estos puntos conceptuales de referencia algunos elementos de conclusión, el analizar las consecuencias en la posible comprensión de la lógica de los derechos humanos[3]:
1. Es visible que la tercera idea de humanidad se mantiene en el marco del humanismo a través de la manera como preserva la perspectiva del universalismo (el otro es un alter ego precisamente porque, como yo, no es nada de lo que lo define, no es reductible a nada de lo que, al definirlo, lo separa de mi).
2. Esta orientación, que critica con el mismo ímpetu que el romanticismo el primer humanismo moderno, pero con una perspectiva radicalmente distinta, permite dar salida al humanismo frente a las objeciones mencionadas: precisamente porque el universal humano está vacío, resulta imposible referirse a éste, en derecho, para excluir a quien quiera que sea, fuera de la humanidad. En este sentido, ni el racismo, ni el colonialismo están implicados por tal humanismo crítico, que, en su principio, no podría ser tenido como intrínsecamente cómplice- lo que no es para nada el caso, por el contrario, del humanismo clásico, especialmente en relación con el colonialismo, que constituye en ese sentido un producto de la modernidad y, más aún, de lo que estaba inscrito en el corazón mismo de la modernidad.
3. Finalmente divisamos en qué dirección la tercera idea de humanidad permite precisar la comprensión, y por lo tanto la extensión, de ciertos avances contemporáneos en materia jurídica - pienso tanto en la construcción de la noción de crimen de lesa humanidad, como en la elaboración reciente de la noción de un derecho humanitario con las prácticas que lo acompañan. En la óptica que he defendido, “inhumano” (como deshumanizante) es todo acto que fija al hombre (como individuo o como grupo) a una naturaleza (racial, étnica, sexual, social). Incriminado por “crimen de lesa humanidad” es entonces todo acto que se muestre de tal “inhumanidad”. De forma correlativa, “humanitario” puede decirse de toda protesta o intervención que denuncie tales naturalizaciones, que intervengan en pensamiento o en acto y que contribuyan a una liberación comprendida como desarraigamiento de la naturalización del hombre.
De esta manera toda empresa genocida corresponde, claro está, a un crimen de lesa humanidad, no tanto por razones cuantitativas, porque se procedería a una destrucción en masa, sino por razones intrínsecas, que relevan del hecho según el cual aquellos extraídos de la humanidad, lo son a causa de su supuesta “naturaleza”. Para la conciencia contemporánea, es seguramente a partir de la Shoah que hemos tenido que retornar a nuestra historia para deconstruirla y para hacer resurgir sus momentos de inhumanidad. En este sentido la Shoah me parece constituir, no el colmo o la cima del crimen de lesa humanidad - pues designar un máximo del horror, es de por sí, a través de la aceptación que ello implica un posible menor grado, atentar contra la dignidad de victimas reales o potenciales de todos los otros momentos de inhumanidad-, sino el punto de no retorno en el proceso de formación de una conciencia humanitaria, el punto que, en la historia de dicha conciencia, divide el tiempo en dos, el del antes y el de después de Auschwitz.. Sin embargo, precisamente porque vivimos y filosofamos, retomo la expresión de Adorno, “después de Auschwitz”, es nuestro deber para con las víctimas del Holocausto dar el nombre de lo que ellas padecieron - crimen de lesa humanidad - a todas las otras catástrofes, pasadas, presentes o futuras, durante las cuales se jugó, se juega o se jugará la tentativa furiosa de los seres humanos para producir lo que Adorno designaba a falta de algo mejor, como la “aniquilación del no-idéntico” y que designaríamos también (o tan mal) como la identificación de lo diferente. Esta identificación de lo diferente puede consistir, de manera multiforme, en hacer de la nada que es el hombre un “algo”: con respecto a esto, es sin duda también porque vivimos después de la Shoah que medio siglo más tarde nos pudo parecer finalmente como una evidencia que la esclavitud de los “nègres” (negros) como los llamábamos antes y que hizo de ellos, al transportarlos a las Antillas, objetos de negocio, o, según los términos del Código negro “bienes muebles”, tenía también, tenía ya, dos siglos antes, fijados a seres humanos a una condición que les asignaba una definición. En consecuencia es ciertamente tan deplorable que Francia haya tenido que esperar tanto tiempo para reconocer finalmente que en su propia historia la “Trata de negros” constituyó, en el sentido más riguroso del término, un crimen de lesa humanidad.


* Profesor de filosofía política y de ética en la Sorbona donde también es director del

Observatorio europeo de políticas universitarias. Es autor de una veintena de libros. Su próxima publicación Egalités et discriminations. Essaide philosophie politique appliquée (Igualdades y Discriminaciones. Ensayo de filosofía política aplicada), aparecerá a finales de agosto en las Ediciones Seuil. También dirige, en colaboración, una Enciclopedia de cultura política contemporánea, en tres volúmenes que será publicada durante la primavera del 2008 en las Ediciones Hermann.

Traducción de Tatiana Sarmiento Alam
(El original en francés fue publicado por Sens Public, una revista internacional aliada de Razón Pública, y puede consultarse en
http://www.sens-public.org/spip.php?article455)

Notas de pie de página

[1] Traducción exclusiva para Razón Pública de la conferencia pronunciada por el autor en el marco de un seminario organizado en el Cevipof (Centro de Investigaciones Políticas de la Escuela de Ciencias Políticas de París) por Daniel Tanguay, Profesor de la Universidad de Ottawa y profesor invitado de la Sorbona el 5 de abril 2007.
[2] Entendido como análisis del origen de los conceptos. NT.
[3] El texto original dice « la lógica de los derechos del hombre o, como se dice cada vez más de los derechos humanos » (« la logique des droits de l’homme ou, comme on dit de plus en plus, des droits humains »). En efecto, en Francés existe actualmente una tendencia a cambiar la palabra « homme » (hombre) por la de « humain » (humano) en la expresión “droits de l’homme” (derechos del hombre) que se convertiría en “droits humains” (derechos humanos). NT.

Artículo original
http://www.sens-public.org/spip.php?article455


Les conditions d’un universalisme ouvert à la diversité


Un vaste débat sur l'universalisme a resurgi au sein de la philosophie contemporaine. Dans l'optique historiciste et relativiste, qui domina, notamment en France, les années 1960-1970, la critique de la métaphysique fut perçue comme imposant de soumettre à généalogie l'illusion qu'il pût exister des valeurs ou des principes universels. Ce qui était en jeu dans ce soupçon apparaît, rétrospectivement, d'une importance considérable (...).
Fotografía tomada de: http://www.philo.fr/images/alain.jpg





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